A.B.I.

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NUEVO AIRE EN BUCCO

Los niños miraban el reloj con impaciencia: las agujas parecían moverse a ritmo de perezoso y Brigida comenzaba a balancear el pie con nerviosismo.

Los lunes eran días intensos, las clases terminaban a las cuatro de la tarde y quedaba poco tiempo para jugar con los amigos. Pero ella, Antony y Francesco habían acordado hacer los deberes durante el fin de semana, así que ese lunes podrían ir los tres al Campo de los Milagros.

Miró de reojo a Antony mientras mordisqueaba la punta de su lápiz y se enrollaba un mechón de su cabello castaño con el dedo índice. Él le devolvió la mirada, entendiendo, y levantó el pulgar.

Ambos se giraron entonces hacia Francesco, que, sentado cerca de la ventana, observa-

ba los árboles del jardín: desde hacía algunas semanas mostraban orgullosos los primeros brotes de abril en sus ramas, como piedras preciosas.

Las copas se mecían ahora con fuertes y repentinas ráfagas de viento, parecía que se avecinaba un aguacero, dada la cantidad de nubes grises y oscuras que se acumulaban en el horizonte.

—¿En serio, justo hoy? —murmuró el niño con fastidio, como recordando de pronto la cita con sus amigos para esa tarde, y se giró hacia Brigida y Antony, levantando los ojos al cielo: él también deseaba que sonara ya la campana.

—Bien, niños —concluía la maestra—, veo que estáis rendidos, como una pera cocida con canela… ¡qué rica! ¿O como qué más? —dijo sonriendo a la clase, despertando a todos un poco.

—¡Como una piedra que no se puede levantar!

—¡Como un lirón!

—¡Como mi gato tirado en su cesta!

—¡Qué suerte tiene!

—¡Como mi abuelo cuando ronca en el sofá!

—¡Como un caracol metido en su concha!

Y entre risitas y bostezos, todos se animaron.

La maestra era genial, así pensaban los tres amigos: era amable, explicaba con entusiasmo y realmente escuchaba lo que los niños tenían que decir, algo no muy común en los adultos.

Se llamaba Karen, pero ellos la apodaban San Francisco con Falda porque amaba con el corazón toda forma de vida. Muchas veces había dejado sin palabras a los niños por su gran respeto hacia los animales.

Como aquella vez en que Maurone tuvo que hacer un trabajo sobre las chinches porque había aplastado una con asco. O cuando fueron de excursión al río Ticino y ella se lanzó al agua para salvar a una paloma herida que

se estaba ahogando: la dejó en la orilla y llamó a un refugio de animales cercano, así que unos voluntarios vinieron a recogerla. Y ni hablar de cuando los llevó en coche a casa después de clase y frenó de golpe para dejar pasar una mariposa. O la vez que, durante una excursión de fin de curso, los hizo regresar por el sendero porque notó que algunas hormigas del hormiguero que habían observado aún caminaban por el mantel del picnic: «Vamos a devolverlas con sus compañeras, si no, se sentirán perdidas», se justificó. Su amor por esas formas de vida tan frágiles era contagioso, y por eso los niños nunca se quejaban de sus tareas… incluso cuando se trataba de hacer una investigación extra: siempre era una oportunidad para descubrir algo nuevo y emocionante del mundo animal.

—Muy bien, niños, recordad que dentro de una semana celebraremos el día «¿Qué seré de mayor?», y reflexionaremos sobre lo que os gustaría ser cuando crezcáis, así que

id calentando vuestros engranajes bien aceitados. Pensaba invitar a varios adultos para que nos cuenten en qué consisten realmente sus profesiones.

—¡Maestra, yo ya sé lo que quiero ser! ¡Futbolista! —gritó un compañero, alzando impaciente la mano sin esperar su turno para hablar.

—¡Yo también lo tengo claro: youtuber! — añadió decidido otro.

—Yo quiero ganar mucho dinero, maestra, eso es lo importante.

—Yo quiero ser influencer, así todos seguirán mis consejos, estaré en las redes y subiré un montón de fotos mías buenísimas.

—De acuerdo, niños, algunos de vosotros ya tenéis alguna idea, pero seguiremos con este tema el próximo lunes, ya que… —guiñó un ojo, levantó las manos en señal de rendición y sonó la campana.

Los niños se levantaron estirándose y guardaron el material ordenadamente en sus mo-

chilas, luego, tras despedirse de la maestra, se apresuraron a salir, deseosos de respirar el aire fresco de principios de primavera.

Brigida, Antony y Francesco bajaron corriendo las escaleras de la pequeña escuela y se dirigieron con paso rápido hacia la calle Gatti, que rodeaba el pueblo y permitía llegar más rápido a los campos. Bucco era un pequeño municipio al pie de los Prealpes, donde la lla-

nura se encontraba con suaves colinas. Rodeado por un hermoso parque natural, desde hacía un tiempo ya no parecía el mismo. En la zona de los Grandes Campos, un día aparecieron excavadoras, hormigoneras, camiones cargados de paneles, vigas, maquinaria diver-

sa… y, en un abrir y cerrar de ojos, surgieron como setas tres enormes naves industriales rodeadas de maleza densa y un alto muro coronado con alambre de espino. Parecía que nadie sabía qué eran, pero desde hacía semanas, un olor extraño contaminaba el aire puro.

Los habitantes de Bucco eran personas sencillas y honestas: pequeños ganaderos y agricultores repartidos en granjas dispersas, empleados del sector turístico y amantes de la naturaleza, porque ese pequeño pueblo ofrecía, en todas las estaciones, preciosos paseos por senderos que serpenteaban entre el amarillo brillante de la colza y la tímida manzanilla en primavera, o entre racimos de uvas y mazorcas doradas en verano y otoño.

B&B, casas rurales, tabernas y restaurantes ofrecían platos genuinos de kilómetro cero y nada había amenazado hasta ahora esa tranquilidad. Hasta ahora.

La semana anterior, en el B&B de Claudia y Marco, los padres de Brigida, algunos clientes se habían marchado enfadados, que-

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