
FIDRIK
© Alicia Fenieux
© Corrección ortotipográfica: Paloma Albarracín
© de esta edición: Kalosini S.L., 2025 c/o VLP Agency (www.vlpagency.com)
ISBN: 979-13-87620-89-9
Depósito legal: V-3730-2025
Impreso en España
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KALOSINI, S. L. Grupo
A Pipín Conn en agradecimiento a sus buenas ideas.
Septiembre 2040
Esuna mañana luminosa. Fidrik entrecierra los ojos de un celeste claro y baja hasta las cejas la visera del jockey. «Hará calor», piensa, «unos 45 grados, por lo menos». Cruza la calle. Una racha maloliente lo golpea en la cara, pero no logra quitarle la sonrisa. Sigue en su mente la noticia que lo ha mantenido contento, más bien conforme, durante las primeras horas de esa mañana: la isla de Kai, donde pasó los mejores veranos de su niñez, ha quedado bajo la protección de la Comunidad Global. Ya no seguirá siendo el estropicio en que se convirtió con la llegada intermitente de las mareas sucias y la presencia constante de turistas. Cuando era niño, las playas de la isla estaban limpias; aún más, existía vida acuática entre las rocas. Su abuelo solía contar que en su propia infancia era posible sacar mariscos desde la orilla con solo clavar los talones en la arena. «Recogíamos tantos bivalvos que era imposible comerlos todos», se recriminó muchas veces. «Al final del día agonizaban aún sin abrir en un bote de basura... Sí, nosotros fuimos los peores», le contó una vez con la vista baja y Fidrik supo que intentaba ocultar la vergüenza que le causaba el solo recordar tal voracidad.
Entra en el local donde acostumbra retirar su desayuno cuando está de regreso en casa. Lo recibe una atmósfera caliente con trazas de olor a pan horneado y café. Esta vez va directo al canasto de las baguettes y toma una que parece oculta detrás de las otras, en la esquina más lejana del mostrador. Nadie la hubiese escogido, tiene la punta abollada. Desde otra vitrina saca el sándwich vegetariano de siempre y, luego, con movimientos rápidos, se sirve un té. Al salir suena, apenas perceptible, el lector magnético que registra los productos que se ha llevado.
Aprieta la baguette bajo el brazo y regresa a su colmena con el tranco ágil de un joven de veinticinco años habituado al ejercicio físico.
La vida oculta de Fidrik, aquella que lo enorgullece pero poquísima gente conoce, ha vuelto a apoderarse de su futuro inmediato. Si hubiera podido decidir, habría optado por un receso, un tiempo sin límite en un lugar apartado donde recuperarse y olvidar, quizás, en la isla de su niñez. La perspectiva de una nueva misión empieza a diluir el buen ánimo que lo acompaña ese día. Aprieta los labios y mira al piso mientras espera un elevador en el ground de su colmena. El último desafío, aunque resultó exitoso como los anteriores, lo dejó en un extraño estado de agotamiento. No era el cansancio físico propio de un esfuerzo excesivo —aún es muy joven para que algo así lo afecte— sino, una queja existencial, cierta incomodidad en el alma, leve pero sostenida, como un ruido estridente en la distancia. Ni siquiera la satisfacción de haber interrumpido la pesca furtiva en los mares del sur fue capaz de reponer en Fidrik la quietud propia del regreso a casa después del triunfo. Había visto demasiado. Había sido capaz de matar.
Deja los paquetes y el vaso de espuma de té sobre la mesa de cobre ionizado en el centro de la cocina, en su celda. Se acomoda en la silla alta donde suele instalarse para comer y parte en dos la barra de baguette. Un dispositivo diminuto asoma entre la masa esponjosa del pan. Lo rescata con la misma pinza que usa cada vez que recibe un mensaje cifrado. Levanta la muñeca izquierda y mete el chip dentro de una pequeña ranura en un brazalete que le ciñe la parte baja del antebrazo; el encaje es perfecto. Fidrik es un soldado excepcional, cada uno de sus movimientos tiene la precisión de un felino a punto de atacar.
—Buen día, Fidrik. Felicitaciones por el buen resultado de su intervención. Gracias a usted, la Brama australis tendrá la posibilidad de recuperarse sin la amenaza de pesqueras piratas.
Fidrik se remueve en el asiento. La imagen del hombre que tuvo que empujar al mar se fija en su mente. Lo ve caer por la borda y hundirse en las aguas del Pacífico. El terror destelló en la mirada de ese individuo, tan o más joven que él, apenas intuyó que moriría. Después de enfrentarlo, al instante siguiente, solo para aplacar el pánico en la cara del chico, Fidrik quiso tirarle una cuerda, tomarlo del brazo y ayudarlo a volver al barco. Pero se impuso la instrucción, el deber, el reconocimiento de sus pares, la sensación de estar salvando, aunque fuese por un par de días, a un cardumen de peces a punto de extinguirse. Era la primera vez que volvía a casa cargando la responsabilidad de una muerte; la primera en sus siete años de militancia en las Brigadas de Rescate Animal, las BRA.
—Coordenadas —anuncia el mensaje.
Él repite la información a media voz para que se fije en la Memoria del Sistema Operativo Personalizado, soper, y
le pide que en tres horas más elimine los datos recién ingresados. Durante ese tiempo tendrá que visitar a su contacto para recibir el detalle de la misión y probablemente adquirir una nueva identidad. Pero, por lo pronto, le espera el desayuno. Con ambas manos aparta hacia la nuca los mechones de pelo color rubio albino que caen sobre su cara.
Cierra los ojos y deja la mente en blanco; es su forma de despejarse antes de comer.
Fidrik sabe que debe concurrir a la brevedad al lugar que le han indicado en el chip. Sin embargo, se da un tiempo para revisar en otro com el texto final de un artículo turístico que le ha enviado el redactor fantasma. Sin duda es un programa de IA capaz de hilar contenidos en frases perfectas. Cual sea el origen de esos textos, todo lo que escribe el redactor es firmado por Fidrik con el seudónimo de Frik. Desde que está en servicio en las BRA, su fachada es esa: la de escritor–periodista de temas turísticos para una página con gran visibilidad en las redes. No podría negar que esos artículos contienen algo de su autoría. Él es la fuente directa de las vivencias que el fantasma convierte en material periodístico y, además, es quien captura las imágenes que apoyan la narración. Lee el último artículo detenidamente para que no se le escape ningún aspecto que recoja la sola idea de maltrato animal o daño ambiental, hace un par de precisiones que vuelven más creíble el relato y luego, lo envía al editor de la página, quien no sospecha que los trabajos firmados por Frik no le pertenecen del todo.
Recuerda que hoy el calor se elevará por sobre los cuarenta y cinco grados y busca la malla de refracción. La sola idea de ponerse esa ropa tan ajustada como una segunda piel le perece un fastidio. Desde hace unos meses añora los tiempos de la infancia en los cuales bastaba con un short,
una polera y protector solar para estar vestido. Entonces, hace tan solo doce años o menos, según calcula, se podía disfrutar del sol y de la vida al aire libre sin escafandras, mallas aislantes, escudos antirradiación y otros aparatos incómodos. Inesperadamente, su cuerpo revive la sensación tibia de un día despejado con viento leve. Se ve tendido en una playa junto a un grupo de chicos mientras el sol comienza a caer sobre el horizonte. Todos están bronceados y felices. Una mancha de gaviotas, inquietas como si fuesen carroñeras, se ha posado sobre la orilla; una señal inequívoca de los tiempos que se acercan.
Asegura el cierre de la malla que ha subido hasta la barbilla, vuelve a ponerse el jockey y sale de su celda en la colmena. Su contacto lo está esperando.
En la calle persisten las rachas de aire maloliente. «Hoy está más fuerte que nunca. Aumentaron la producción». Aprieta el ceño en un gesto de disgusto. Por un segundo lamenta vivir cerca de la planta faenadora. «Serán pollos clonados y mutantes, pero siguen teniendo vísceras. Y siguen siendo sintientes». Niega con la cabeza y acelera el paso. Recuerda que él se mudó a ese barrio justamente para no olvidar su compromiso con los seres desvirtuados y sufrientes que ha defendido desde que era un niño: los animales.
Llega a un centro de inducción y servicios cibernéticos. Los instructores esperan o atienden clientes en distintas mesas redondas de pie alto repartidas en un gran espacio abierto. Una cúpula sobre cada unidad de atención protege la privacidad de los consultantes. Se acerca a la esquina más apartada del salón. Lo recibe otro joven como él, de pelo blanco erizado. Se miran y se reconocen. Todos los miembros de las Brigadas, incluido Fidrik, comparten la misma
mirada directa y profunda, la delgadez firme de los vegetarianos o veganos sometidos a constante ejercicio, y cierta melancolía. De todos modos, pronuncia el code escuchado en el mensaje unas horas antes.
Fidrik se saca el soper, un hilo metálico del grosor de una aguja que rodea su frente como un cintillo, y ambos comienzan a hablar sobre la siguiente misión. Mientras, simulan con los gestos que revisan un desperfecto en los sensores que contiene el dispositivo.
—En la Patagonia. Ya están terminando el montaje de la planta y a fin de mes empezará la instalación. Será la mayor productora centralizada de carne natural de América.
—¿Cuántas víctimas al mes? —pregunta Fidrik.
—Más de mil en el peak. Las reproducirán por clonación y comenzarán a asesinarlas a partir de los diez meses.
Ambos se concentran en hilo de metal con forma de medialuna; Fidrik escucha como si recibiera instrucciones y el otro chico ajusta un sensor.
—¿Fechas y plazos?
—Noviembre, 2040. Esa es la fecha de la inauguración y tu deadline. Tienes un mes para afinar el plan in situ y, a más tardar al mes siguiente, dar el golpe. Hay que impedir que la planta entre en operaciones. Sin rastros ni heridos. Ya sospechan que haremos algo.
—¿Tendré ayuda?
—La de siempre... y Mileny. ¿La conoces? La chica menuda de pelo rojo.
Fidrik puede recurrir a la Memoria, pero, como es común en él, prefiere hurgar en su propia memoria, aquella que remueve emociones y activa el instinto.
—Sí, la he visto. Es extraña, algo movediza.
—Es inquieta. Pero será un buen apoyo.
El instructor le devuelve el medio aro metálico que ha estado manipulando. Fidrik lo acerca a la frente y, a la altura de las orejas, presiona los dos extremos para que se acoplen con los imanes bajo la piel. Ese cintillo, el soper, lo mantiene conectado a la IA y a la Memoria personal. Es indispensable para alguien de su generación. Fidrik sonríe al joven que lo atendió en señal de que el desperfecto fue corregido. El contacto termina y se despiden como lo que son: dos desconocidos que se han topado en algunas marchas proanimalistas. Nada más. Entre menos sepa uno del otro, mejor.
—¡Oye!
Fidrik se gira y recibe la mirada franca del chico.
—Suerte.
F idrik tuvo que esperar a cumplir los dieciocho años —y lo hizo contando los días— para integrarse a las Brigadas. Hasta ese momento, el mismo día de su cumpleaños, siguió desde la distancia cada uno de los movimientos de la organización. Ahí, en la telaraña de las redes sociales, las BRA atrapaban a sus simpatizantes con llamados a protestas o al boicot de las trasnacionales que obtenían las cuotas de explotación animal. También, denunciando el maltrato o simplemente, difundiendo el daño causado. Cada cierto tiempo hacían noticia al asestar un golpe sobre algún punto neurálgico de la industria clandestina. El interés de Fidrik por la defensa de sus hermanos menores, los animales, venía en su código genético. Sus padres y antes sus abuelos habían sido animalistas. Fidrik creció en espacios abiertos por donde deambulaban a gusto los perros de su papá, los gatos de la abuela y las gallinas de Kazú, su madre. Más allá, en los potreros, pastaban libres las ovejas, las vacas y los caballos de la familia. Entonces, todos vivían en distintas parcelas dentro de una reserva ecológica dedicados a la recolección de huevos y a la elaboración de productos de origen animal. Todo lo que salía de esas granjas provenía de animales vivos y bien queridos. «Santuario animal», explicaba Borja, su padre, con cierto orgullo cuando mostraba las parcelas a algún visitante. La
verdad era que el decreto edilicio que delimitó la tal «reserva ecológica» solo pretendía que el municipio consolidara su nombre de «jardín de los suburbios» y atrajera más y más turistas verdes para venderles paseos guiados por parques públicos, suvenires y cestitas de pícnic con alimentos de huertos caseros. Nada de eso favorecía a las auténticas granjas proanimalistas, como las que pertenecían a la familia de Fidrik; más bien competía con ellas, ensuciaba las calles o imponía visitas ruidosas e indeseadas. Entonces, él no era consciente de asuntos de ese tipo. En los años de su niñez, disfrutó la suerte de vivir en medio de la naturaleza, rodeado de mascotas que adoptaba como propias. Además, criaba peces. A los ocho años tenía una pecera enorme con más de veinte ejemplares no más grandes que su dedo pulgar. A cada uno de ellos le puso un nombre y un apodo: Noemí, la Comilona; Belmor, el Seductor; Pixtar, la Coqueta... De tanto mirarlos, conocía el temperamento de cada uno de sus peces. Había comprobado que, por muy pequeños que fueran, los animales desarrollaban una identidad propia, de lo cual se deducía que tenían gustos, inquietudes, caprichos, sentimientos complejos, entre otros rasgos atribuidos solo a los humanos. Estaba seguro de que poseían inteligencia, la suficiente para entender, empatizar e incluso, actuar en conciencia. Él podía reconocer sus propias emociones en las mascotas, en especial en los perros.
—Los animales han aprendido cosas de nosotros —le explicó Kazú, su madre, mientras tiraba granos de maíz a las decenas de gallinas que habitaban en los criaderos abiertos a un costado de su casa—. Hace poco vi a un primate amarrar una hamaca con nudos, acostarse en ella y hojear una revista.
Por aquel tiempo, en plena infancia, Fidrik ayudaba a su mamá a alimentar a las gallinas y en la recolección de los huevos que, más tarde, Kazú entregaba a una cooperativa en cajas con el rótulo «De granjas libres». Tenía ocho años y ya pensaba en dedicar su vida a los animales. Se giró para observar a su mamá que parecía hablar sola.
—También supe de un avestruz que al ser liberado por sus cuidadores se despidió de cada uno de ellos con el roce de su pico. ¡Un beso! —continuó Kazú, sin dejar de pasearse entre las gallinas que le cerraban el paso—. El lenguaje de los animales se está adquiriendo gestos humanos. Falta que inventemos un traductor, seguro que eso ocurrirá luego.
—Entonces sabremos lo que dicen y lo que piensan y ya nadie podrá comerlos —agregó él.
Fidrik pensó en sus peces que lo saludaban con aleteos cuando lo veían aparecer, tal como lo haría una persona con las manos. Quiso comentarlo con su madre, pero Kazú había vuelto al estado de retraimiento que era característico en ella. Se detuvo a observarla, parecía un ángel: silenciosa, alta y etérea lanzando granos al aire. Una ráfaga de cariño lo hizo correr y abrazarse a su vientre. Amaba a Kazú con una devoción que desbordaba por los ojos, siempre pendientes de ella.
No hubo en la vida de Fidrik un hecho definitorio que marcará el inicio de su camino hacia las BRA, sino una suma de situaciones lamentables: la clonación industrial, las mutaciones inducidas, cientos de especies extintas, hacinamiento, cosificación. Había visto jaulas acuáticas donde los peces apenas podían moverse y pollos mutantes con alas empequeñecidas y deformadas para mejorar la productividad. Sin embargo, lo que dejó huella en su mente, y lo ins-
taba a seguir cuando las ganas decaían, eran los ojos tristes de los monos huérfanos del Amazonas. A los dieciséis años había acompañado a su mamá a un voluntariado en un orfanato de primates en la cuenca del Orinoco. Estuvieron un mes alimentando a las crías, cuidando enfermos o haciendo guardia por las noches para calmarlos cuando algún ruido removía sus traumas. Esas noches Fidrik apenas dormía. Al menor chillido despertaba tan asustado como ellos. Saltaba de su hamaca, se acercaba con delicadeza y abrazaba a los pequeños entre susurros y caricias. Y ellos se prendían a él hasta que el terror se apaciguaba. Habían perdido a sus familias en los incendios devastadores que ya eran comunes en la Amazonia. Al final del viaje tuvo que reconocer que nada de lo que hizo por esos monos les quitó la tristeza. La desolación tenía peso propio en esos cuerpos menudos, como si lamentaran el estado de las cosas que iban de mal en peor para todos, incluidos los humanos. Resignación y melancolía por lo que nada ni nadie podría recuperar era lo que empañaba los ojos de los huérfanos. La certeza de la condena pesaba en el aire. Ya llegarían sin aviso, más temprano que tarde, otros incendios o diluvios sin fin o máquinas para arrancar el bosque y extender el pastoreo... Sí, estaban condenados porque el daño era imparable. Desde ese viaje Fridrik pudo desentenderse.
El día en que cumplió los dieciocho, Fidrik entró en la clandestinidad de las Brigadas. Sabía, como todos, porque era un secreto a voces, que las BRA eran el brazo armado del partido ultraverde que gobernaba ya por diez años. Un brazo que actuaba en las sombras y con la impunidad propia de los organismos oscuros del Estado. Aquellas acciones políticamente incorrectas de las que nadie quería hacerse cargo o, de lleno, al margen de la ley, las asumían las BRA
con los métodos que fueran necesarios. Alguien tenía que romper la burocracia e imponer los cambios; la naturaleza o lo que iba quedando de ella, especialmente los animales, no resistía más postergaciones. Esa era la consigna que Fidrik compartía con la mente y el alma. Si debía disparar, lo haría.
